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CPP1: El Brazalete

  • Foto del escritor: Andrea Bazant Sol
    Andrea Bazant Sol
  • 12 mar
  • 5 Min. de lectura

“Este brazalete es el de su ingreso como paciente”, dijo la señorita a media documentación de las pre-aprobaciones quirúrgicas. Cuatro días llevábamos esperando este momento desde que mi segunda cesárea fue programada, y finalmente había llegado. Un auxiliar médico se acercó para escoltarnos hasta el área de cirugías. En la sala de espera ya estaba mi familia, y al abrazarles, no pude evitar que un par de lágrimas rodaran por mis mejillas.


Mi primer parto fue una emergencia. Todo salió bien, pero en aquel momento no tuve tiempo de procesar lo que estaba ocurriendo. Esta vez, sin embargo, todo se sentía distinto. La anticipación traía consigo una oleada de emociones que apenas podía contener. Aunque las cesáreas son procedimientos frecuentes, eso no las hace menos intimidantes. Acepto que tenía miedo. ¿Y si algo salía mal? ¿Y si mi cuerpo no respondía bien? ¿Y si la anemia volvía y complicaba todo? ¿Y si algo le ocurría al bebé? Cada duda, cada temor, se iba acumulando conforme el momento se acercaba.


Llegó el anestesista. Extraordinario. Luego se presentó el asistente quirúrgico, un ginecólogo obstetra cuya habilidad es difícil de comparar. Le siguió nuestro querido pediatra, el mismo que ya había cuidado de nuestro primer hijo. Por último, apareció el mero mero: el doctor en quien confié mi vida y quien, con sus manos y su trato, me ha dado los dos regalos más grandes que tengo; mis hijos.


Entre inyecciones, empujones, apretones, instrucciones, frío, calor, asfixia, emociones y lágrimas… lo escuché. Su llanto rompió el silencio de la sala, y lo primero que hizo nuestro pediatra fue mirarme y decirme: “Es perfecto, está perfecto… no te preocupes, ya lo tengo.” No pude contener el llanto. No pensábamos que lo lograríamos; había sido tan difícil. Ese momento fue la culminación de años de trabajo emocional, psicológico y físico. Años de cultivar paciencia y fortalecer nuestra fe. Meses enteros entregándonos a una resignación radical. No pensé que mi cuerpo era capaz… hasta que lo fue.


Desperté horas después en la sala de recuperación, rodeada de una calidez que no esperaba. Dos enfermeros, a quienes no podría describir de otra forma más que ángeles enviados del cielo, me atendían con una ternura y cuidado que nunca había experimentado. Entre sus palabras suaves y caricias reconfortantes, entendí que lo peor ya había pasado.


Algún día contaré los detalles de mi recuperación, pero ahora quiero hablarte de ese brazalete. Sí, el que me colocaron al ingresar. Para mí, ese brazalete simbolizaba más que un simple registro hospitalario: era una señal de éxito. No me lo quité hasta una semana después de la cirugía, y no solo porque me recordaba el milagro de nuestro segundo hijo. Me aferré a él porque me identificaba como paciente.


Queremos normalizar las cesáreas, pero pocas veces se reconoce lo que realmente son: una cirugía mayor. Nadie habla de lo extraño que es experimentar un evento que transforma literalmente todo en tu vida, mientras el mundo exterior continúa sin pausa. Nada se detiene, excepto mi mundo interior. Sí, deseaba y anhelaba la llegada de nuestro hijo, pero eso no hacía menos abrumador el aislamiento que sentía. La vida de todos los demás seguía como de costumbre, mientras yo estaba paralizada, asimilando una transformación que me sacudía desde lo más profundo.


No estaba lista para dejar de ser paciente. Aferrarme al brazalete era mi manera de seguir siendo cuidada, de permanecer en ese espacio seguro donde todo lo que sentía era válido. Como paciente, todo era más compasivo, más amoroso, más lento. Las enfermeras no me llamaban por mi nombre, sino con términos de cariño: “princesa”, “amor”, “muñeca”, mientras validaban cada malestar o incomodidad, por mínima que fuera:

“¿El aire está muy frío? Subámosle aunque sea un grado, amor, no se preocupe que ya va a sentir calorcito.”

“¿Le incomoda su posición? Yo le ayudo a girarse, muñeca, es normal que esté adolorida.”

“¿Quiere descansar? Y cómo no, después de la labor titánica que acaba de hacer. Su hijo está precioso, digno de la reina que es.”


Como madre, te desacostumbras a recibir el cuidado que mereces. No es que no me traten bien en casa, pero hay una rutina que hace que se pierda el asombro, la admiración, la gratitud por lo que haces día tras día. Ser paciente me permitió experimentar una pausa, un respiro en el que todo lo que sentía importaba. Cada necesidad, cada dolor, cada lágrima era reconocida y atendida con amor.


Por eso no quería quitarme el brazalete. No quería soltar esa identidad de paciente porque, al hacerlo, sabía que dejaría de ser el centro de atención, que mi dolor se volvería secundario, que mi transformación se diluiría en la cotidianidad. Y aunque mi bebé era el milagro que tanto habíamos esperado, también necesitaba mi propio espacio para sanar.


No estaba lista para dejar de ser cuidada, pero inevitablemente el momento llegó. Me quité el brazalete. Cuando las tijeras lo cortaron en dos, sentí como si el estado de suspensión en el que había estado viviendo se desmoronara de golpe, y en su lugar, la vida retomara su ritmo vertiginoso.


Con ese cambio de velocidad, también salieron a relucir las expectativas de quienes me rodeaban. Porque, claro, la herida ya no debía dolerme. ¿Cómo podría justificar que después de una semana de haber sido cortada en siete capas para extraer abruptamente un bebé de mi abdomen, y tras haber pasado horas medio paralizada por la anestesia, todavía sintiera dolor? Es evidente que el malestar debía haberse esfumado junto con los analgésicos.


Por supuesto, también debía quedarme sola con mis dos hijos. ¡Faltaba más! Porque, aunque los primeros días estuve navegando en una nube de confusión provocada por los medicamentos, ahora que ya no podía tomarlos, el dolor tenía la obligación de mantenerme lo suficientemente alerta como para gestionar a un niño de cuatro años y a un recién nacido al mismo tiempo. ¿No es así? ¿Qué tan complicado puede ser, verdad?


Pero no. El brazalete me recordaba que no debía hacerlo, sin importar las expectativas que me rodeaban. Ese pequeño pedazo de plástico me enseñó que lo que más necesitaba era compasión, y que la fuente más importante de esa compasión debía ser yo misma. Aprendí que la empatía de quienes me rodean palpita al mismo ritmo que mi propia autocompasión.


Ahora el brazalete está guardado entre mis joyas en el clóset, porque para mí eso fue: una joya. Al verlo, recuerdo el momento en que el miedo se transformó en agradecimiento, la ansiedad en seguridad y cómo una explosión de amor culminó en el cumplimiento de mi más grande sueño.


Esa pequeña joya también me recuerda que la fe más poderosa no es la que ponemos en el futuro incierto ni en las circunstancias que escapan a nuestro control, sino en nosotros mismos. Aprendí que la persona en quien más debemos creer y a quien más debemos respetar es a nosotros mismos, porque el cariño propio es el compás que marca el ritmo con el que todos a nuestro alrededor nos tratan. Tener fe en mí fue lo que me permitió vivir la experiencia con gratitud y entereza, y ese fue el verdadero regalo de ese brazalete.

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San Salvador, El Salvador. 2024

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