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CPP2: Marilyn

  • Foto del escritor: Andrea Bazant Sol
    Andrea Bazant Sol
  • 27 mar
  • 3 Min. de lectura


Este relato es el segundo de una serie llamada Crónicas de un posparto. Te recomiendo leer las entregas anteriores antes de continuar con esta.



Me dieron indicaciones de sentarme, sujetar mis rodillas y curvarme lo más posible para que el doctor anestesiólogo pudiera colocar la inyección: la famosa raquídea. Él es extraordinario. Me explicó la presión que sentiría, anunció el momento exacto en que me pincharía para que no me asustara y lo hizo con respeto. Me preguntó si estaba bien. Y justo cuando estábamos a segundos del pinchazo, conocí a Marilyn.


—Apóyese en mí, Andrea. Así se le va a facilitar —me dijo.


Curvarme en forma de “C”, como me había explicado el doctor, naturalmente ponía presión sobre mi estómago y eso me incomodaba. Apoyarme en Marilyn sí ayudaba muchísimo. Recordé que en mi primera cesárea la enfermera que estuvo en su lugar me abrazó, así que mi memoria muscular actuó y abracé a Marilyn de inmediato.


Ella soltó una risita y me abrazó de regreso.


—Ay… sentí el pinchazo. Ay, ay… me duele. ¡Ay, qué dolor!


Sentí cómo todo el líquido ingresó en mi cuerpo y me dolió muchísimo. Intenté no llorar, de verdad lo intenté, pero el dolor era tan horroroso que las lágrimas rodaron por mis mejillas una tras otra. No hice ruido. Sentí el dolor en silencio. Cuando el doctor terminó, comenzaron a darme nuevas indicaciones: ahora tenía que acostarme rápidamente porque la anestesia haría efecto muy pronto. Marilyn deshizo el abrazo, vio mi cara y exclamó con ternura:


—Ay, mi niña, está llorando.


Y sin dudarlo, me abrazó con más fuerza. Creo que en ese momento supo que la necesitaría un poquito más de lo que había previsto.


Pasaron los minutos y la anestesia hizo de las suyas, dándome esta vez todos los efectos colaterales. Mi presión se disparó, sentí frío, luego calor, luego frío otra vez. El doctor, extraordinario como es, me acompañó a través de cada síntoma, explicándome lo que ocurría y asegurándome que todo era normal y pasaría pronto.


Mi cabello, tan largo como lo tengo, había quedado hecho un nido en mi cuello y con esos síntomas se sentía como si fuera una compresa hirviendo. No sé cómo, pero ella lo supo y reacomodó mi cabello dentro del gorro quirúrgico. Yo solo repetía:


—Gracias, gracias, gracias…


El impacto físico de lo que estaba pasando en la operación me tenía sin palabras.


Mis lágrimas habían hecho correr mi maquillaje. Marilyn, con el mayor cariño, limpió mis ojos. Cuando llegó el momento de conocer a mi hijo, apareció para apartarme el gorro quirúrgico, acomodar mi cabello y revisar mi maquillaje, asegurándose de que me sintiera cómoda para que, en sus palabras, “saliera aún más linda en las fotos”


En una cesárea, tus brazos están inmovilizados, como en una crucifixión. Aunque hubiera querido hacer todos esos detalles por mí misma, no podía… pero tenía a Marilyn.


Y sí, esos detalles pueden parecer banales en comparación con todo lo que estaba experimentando, pero en ese momento te sientes en un vacío, donde el tiempo pasa lento y pierdes la dimensión de lo que está ocurriendo. Cosas así, por pequeñas que sean, se sienten inmensas.


Horas después desperté en la sala de recuperación, aún medio paralizada y tumbada en una camilla fría e impersonal. Marilyn estaba ahí. No me dejó tener frío; junto a Alejandro, otro enfermero extraordinario, colocó mantas sobre mi cuerpo. Se preocupó por mi comodidad, conversó conmigo para que no me sintiera sola, domó nuevamente mi cabello. Todo lo hizo con un cariño que hasta ese momento solo había conocido en la atención maternal.


Marilyn no pudo ser una de las personas que me llevaron a la habitación. La extrañé. Me sentía tan vulnerable que, al darle las gracias, las lágrimas volvieron a brotar. Y ella, tan noble, tan compasiva, tan empática… ¿sabes cómo respondió?


Me limpió las lágrimas suavemente, sujetó mi cabeza entre sus manos y me dio un beso en la frente, aún a través de su mascarilla.


—Fue un gusto cuidarla, Andreíta. Su príncipe está precioso y usted estará bien rapidísimo, ¡ya verá!


El nudo en mi garganta no me dejó contestarle.


Fue entonces cuando salimos del área de cirugías y avanzamos hasta la habitación. Espero que, con las breves interacciones que tuvimos, haya logrado transmitirle lo mucho que significó para mí. Me dio la compasión que necesitaba, el amor que requería sentir y la paciencia que me ayudó a sentirme validada.


Nunca volví a verla.

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San Salvador, El Salvador. 2024

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