
Lo que nadie te dice del post parto del segundo.
- Andrea Bazant Sol
- 2 may
- 7 Min. de lectura
Llegó tu segundo hijo: eso que tanto anhelabas (o quizá no lo esperabas, pero igual lo estás recibiendo con todo el amor del mundo). El postparto se siente distinto. Hay una sobredosis de amor, sí, pero también un cúmulo de pensamientos que jamás imaginaste enfrentar.
Fui diagnosticada con depresión postparto un año después del nacimiento de mi primer hijo. Fue un año muy duro porque nadie conocía mi realidad interna. Desde afuera, todo lucía perfecto. Tenía un hijo precioso, un matrimonio bonito, un sistema de apoyo que, aunque no era tan sólido como hubiera querido, estaba bastante bien. Pero dentro de mí habitaban pensamientos, emociones y sensaciones que me aislaban y me amenazaban. No fue sino hasta un año después que entendí que lo que me pasaba era un desbalance químico, que no era una elección sentirme mal.
Casi cinco años después, puedo decir que he aprendido mucho sobre los lapsos depresivos: no solo lo que implican a nivel clínico, sino lo que representan en mi vida personal. Uno de los aprendizajes más importantes fue entender que, una vez que has atravesado un episodio así, quedas más propensa a recaer. Por eso, cuando mi esposo y yo comenzamos a hablar seriamente de tener un segundo hijo, yo sabía lo que podía venir.
Mi psicóloga, al igual que mis amigas más cercanas, me pedían que no me predispusiera. Sin embargo, me conozco bien. Creo firmemente que la depresión postparto no solo está relacionada con la biología, sino que también se ve profundamente influenciada por el entorno. Así que trabajé en prepararlo. Junto a mi terapeuta, hice ajustes conscientes y planeados. Me aseguré de hablar con las personas clave de mi red de apoyo: aquellas que no solo entienden la importancia de la salud mental, sino que también la practican, la valoran y la trabajan en sus propias vidas.
Muchas veces cometemos el error de compartir lo más íntimo de nuestra salud mental con personas que no están listas para recibirlo. Algunas no creen en ello, lo minimizan o simplemente piensan que las emociones “pasan solas” y que no hay nada que hacer. Ese es un error que se puede corregir. En mi caso, elegí compartir lo que vivía con quienes sabían acompañarme, quienes contaban con herramientas reales para sostenerme.
También tomé medidas prácticas. Conseguí ayuda en casa para no preocuparme por los quehaceres y poder enfocarme en el bebé. Aunque muchas personas me recomendaron una enfermera para las noches, nunca he sido de delegar el cuidado de mis hijos. Preferí que alguien más se encargara del hogar, y yo dedicarme a mis pequeños.
Tuve conversaciones difíciles y nada cómodas con mi esposo: sobre finanzas, rutina, dinámica familiar. También preparamos a nuestro primer hijo, explicándole cómo cambiaría todo. Hice todo lo que estuvo en mis manos para anticipar el segundo postparto… y aun así, me arrasó.
Desde el instante en que lo vi en esa cesárea programada, supe que nunca había visto algo más perfecto en mi vida. Su carita fue más de lo que jamás soñé. Me sentí profundamente bendecida por Dios al tenerlo conmigo. Fue un bebé profundamente deseado, muy planeado, pero cuya llegada se nos dificultó. Tenerlo frente a mí era un milagro.
La recuperación fue dura, pero dentro de lo esperado. Aunque podría decir que mi postparto comenzó en el quirófano, para mí realmente inició al llegar a casa.
No había pasado ni una sola semana. Creo que ni cinco días desde que regresamos del hospital, y ya me había quedado sola con mis dos hijos: un recién nacido y un niño de cuatro años, mientras yo seguía en recuperación de una cirugía mayor. Fue en ese momento que comprendí, con una crudeza aplastante, que el mundo no iba a detenerse.
Parte de ti, cuando atraviesas un cambio de vida tan profundo, cree —o al menos espera— que todo alrededor va a hacer una pausa. Que te van a dar chance de procesar, de ponerte al día con lo que está pasando. Que tu cuerpo, tu corazón y tu mente van a poder caminar al mismo ritmo. Pero eso no sucede. El mundo sigue girando a una velocidad implacable. Nadie te prepara para lo desesperante que es sentir que no puedes alcanzarlo. Te ves en desventaja porque necesitas sanar. Tu cuerpo duele, tu mente está nublada y las emociones se arremolinan sin permiso.
Lo más abrumador es vivir todo esto mientras tienes a un bebé que depende de ti al 100%, y a otro niño que espera recibir el mismo amor, la misma atención, como si no acabara de pasar nada.
La recuperación física y emocional fue especialmente trabajosa. La segunda cesárea duele distinto. No solo estás más cansada, sino que ahora hay más responsabilidades. Cuidar a dos hijos mientras tu cuerpo se recompone es una hazaña silenciosa.
No se trata de tragedias ni de competir en sufrimiento. Las emociones coexisten: puedes sentirte profundamente agradecida por la vida que estás construyendo, por el privilegio de tener otro hijo, por la bendición de expandir tu familia… y, al mismo tiempo, sentirte desbordada, triste, sola, desorientada. Todo eso cabe. Todo eso es parte de la maternidad.
La maternidad —en cualquiera de sus etapas— es una experiencia multifacética. Es profundamente humano darte permiso de reconocer qué está pasando dentro de ti, qué se está transformando, qué estás dejando atrás. También hay algo que rara vez se dice con claridad: cada postparto pare a una nueva mujer. Muchas veces, sin querer, nos aferramos a la idea de que hay que regresar a quienes éramos antes. Pero esa mujer ya no está. No se trata de una pérdida: se trata de una evolución.
Hacerse responsable de conocer a la nueva mujer que está emergiendo es un acto de amor propio. No se trata de juzgarla ni de exigirle que se parezca a la versión anterior. Lo que se está formando también es valioso, también tiene luz. Solo necesita espacio, tiempo y compasión para florecer.
Otro aspecto que cambia profundamente es la vida social. A los pocos días de haber entrado en el postparto, comienzan a llegar las invitaciones: playdates, piñatas, cumpleaños, cenas, bodas. Las personas que te las hacen lo hacen desde el cariño, para que no te sientas excluida, para que no pierdas conexión. Sin embargo, muchas veces hay una expectativa implícita: que vayas, que lleves al recién nacido, que retomes la vida como si nada. Aunque rechaces la invitación y sea recibida con comprensión, la culpa igual se instala. La culpa de sentir que quizás estás dejando un vacío en la vida social de tus hijos, en la tuya, en esos momentos que “no se repiten” y que sientes que estás perdiendo.
Todo eso es válido. Está bien no vivir esos momentos. También sería válido elegir vivirlos. Pero cuando estás en el ojo del huracán emocional, eso no se razona tan fácilmente. Lo único que sientes es el conflicto interno, el ruido mental, la sensación de estar quedándote atrás.
La vida social se vuelve infinitamente más retadora, no solo por la logística con dos hijos, sino porque tú ya no eres la misma. Las personas te siguen incluyendo como si fueras aquella que fuiste antes. Pero esa mujer ya no está. Tus intereses han cambiado, tus necesidades también, y la forma en la que quieres compartir y relacionarte con los demás ya no encaja con los mismos moldes.
Comprender esto no es fácil, ni siquiera para ti misma. A veces solo sabes que algo no te cuadra. Te preguntas por qué te sientes tan desconectada de cosas que antes te encantaban. Volver a habitar el mundo desde esta nueva identidad requiere resignificar cómo te vinculas con él. No es evidente, pero es necesario.
En medio de todo esto, también aparece la pérdida de ingreso. Si tu trabajo te reconoció la licencia de maternidad, si pudiste seguir cobrando tu sueldo, o si alguien cubrió tus gastos con amor, me alegro por ti. Porque muchas, especialmente quienes emprendemos, atravesamos el postparto sin un centavo entrando. Eso nos lanza a una vulnerabilidad silenciosa: la de dejar de producir, la de convertirnos en “la mamá que se queda en casa”.
Este rol puede ser maravilloso, siempre que venga de una elección consciente. Amar estar con tus hijos no invalida que puedas sentir impotencia al no tener tu propio dinero. Incluso si tu pareja es generosa y comparte sus ingresos, no es lo mismo suplir lo básico que permitirte un pequeño gesto de autocuidado, un café, una pijama nueva, un skin care que te haga sentir bien. Esa pérdida de independencia pesa. Aceptar que hoy no puedes sostenerte económicamente requiere trabajo interno profundo. Aunque haya amor, fidelidad y estructura familiar, emocionalmente sigue siendo difícil.
A esto se suma el hecho de que, pese a estar en recuperación, atendiendo a un recién nacido y gestionando a tu hijo mayor, la carga mental sigue recayendo sobre ti. Eres quien recuerda las actividades extracurriculares, quien agenda las citas médicas, quien chequea si hay suficientes cosas para las loncheras, quien responde los correos del colegio, quien da seguimiento a lo que falta en casa. Aun en medio del cansancio, de las tomas nocturnas, de la sanación física, de los cambios hormonales, la cabeza no se detiene. Esta es una carga invisible, pero profundamente desgastante.
A todo esto se suman las expectativas externas. Colegas, clientes y colaboradores esperan tu regreso. Esperan que seas la misma de antes, con la misma energía, productividad y disponibilidad. Pero no tienes nada más que dar. Aunque sabes que en algún momento recuperarás el ritmo, en el presente eso se siente completamente fuera de alcance.
La paciencia para explicar lo que sientes también escasea. Quisieras, simplemente, que los demás lo comprendieran sin necesidad de justificarte. Que supieran que lo que necesitas es compasión, contención, amor, tiempo. El compromiso no se mide solo en entregas o reuniones, sino también en la capacidad de sostenerse mutuamente, incluso en el silencio y la pausa.
Existe una frase que repito mucho en mis sesiones uno a uno: “Si una flor no florece, no cambies la flor. Cambia su entorno.” El postparto es uno de los escenarios más claros para ponerla en práctica. No se trata de cambiarnos. No se trata de forzarnos a encajar en una estructura que ya no hace sentido. Se trata de detenernos, de observarnos con honestidad y preguntarnos: ¿qué necesito ahora para renacer?
Eso es lo que sucede. Renacemos. Lo hacemos dentro de esta nueva versión de nosotras mismas que emerge con cada parto, con cada bebé, con cada etapa. No es un retroceso ni una pérdida: es una transformación. Nos volvemos más sensibles, más sabias, más conscientes. Aprendemos a habitar la vulnerabilidad con dignidad, a reconstruirnos sin prisa, a reconocernos sin exigencia. Aprendemos a tratarnos con más suavidad. A sostenernos desde un lugar más amoroso, más humano, más real. Poco a poco, el caos se ordena. En ese nuevo orden, aparece una fuerza que no sabíamos que teníamos: la fuerza de una mujer que, aun en medio del cansancio y el desconcierto, sigue encontrando motivos para amar, cuidar y crecer.
Ahora te pregunto a ti: ¿cómo fue tu postparto? ¿Cómo te sentiste? ¿Qué necesitaste, qué aprendiste? Me encantará leerte.
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